En 2019 leí This is marketing, de Seth Godin, que acababa de publicarse en español. Una frase se me quedó grabada. Comparando con el cambio del polo magnético de la Tierra cada trescientos mil años, decía Godin:

“En el sentido cultural, la inversión de los polos es un fenómeno que ocurre incluso con más frecuencia. Y en el mundo del cambio cultural, acaba de pasar. El verdadero norte, el método que mejor funciona, se ha invertido. En lugar de la masa egoísta, el marketing efectivo se basa hoy en la empatía y el servicio.”

La idea es clara: el marketing ya no va de gritar más fuerte, ni de repetir eslóganes. Va de comprender. De detectar necesidades reales de las personas y ponerse a su servicio. Es decir, de mirar al otro.

Sobre el servicio ya he hablado otras veces (atención al cliente, recuperación de descontentos, escucha…). Hoy toca, pues, hablar de la empatía. Pero no quiero hacerlo solo como una habilidad personal, sino sobre todo como una cualidad del conjunto de la escuela, como una característica cultural, que no se puede improvisar.

Educadores que connecten

En educación, la empatía es un principio básico: mirar al otro, escucharlo y entender qué hay detrás de lo que hace o dice, reconocer su manera de ser para poder personalizar el trato sin reducir los alumnos a una etiqueta, y hacerlo sin dejar de ser uno mismo. Todo educador debería tener esto integrado en su manera de hacer. Es tan evidente que casi no haría falta decirlo: no se puede educar sin empatía.

Ahora bien, no podemos dejar de preguntarnos contínuament: ¿Estoy siendo una persona empática?
¿Qué es ser empático? ¿Es una habilidad? Hay quien la tiene de forma natural y quien la desarrolla con esfuerzo. ¿Una técnica? No, está claro es que la empatía no es una técnica. Sin una actitud de apertura y de interés auténtico por los demás, ninguna habilidad nos acercará a los demás para ayudarles.

Pero no basta vivir la empatía de forma personal. Hay que aspirar a algo más ambicioso: lograr en la escuela una cultura organizativa que sostenga y refuerce esta mirada. Que escuchar y comprender sea una manera compartida de hacer.

Y eso ya no depende solo del perfil personal de cada docente. Depende de cómo se toman las decisiones, de cómo se gestiona la información, de cómo se trabaja en equipo y, sobre todo, de cómo se trata a las personas.

Una escuela no puede ser empática hacia fuera si no lo es primero hacia dentro. La forma en que un directivo se relaciona con su equipo y sus miembros entre ellos está íntimamente ligada a cómo ese equipo tratará al alumnado y a las familias.

Y eso tiene consecuencias muy concretas. Si las reuniones internas son un campo de batalla, si los malentendidos se dejan pudrir, si el mal humor se normaliza… cualquier discurso sobre escucha o personalización se vendrá abajo. Porque la empatía no se predica: se transmite, y se contagia, con el ejemplo.

Cuando escribir un nombre no significa recordarlo

Iu Ros acabava de empezar a trabajar en un nuevo colegio. Cada miércoles, tenía una hora libre entre clases y la pasa en el Starbucks que hay cerca del centro. Era su momento tranquilo. Siempre pedía lo mismo. El primer día, le escribieron el nombre en el vaso… mal. «Yu». Nada nuevo par él: tiene un nombre catalán poco habitual y sabe que cuesta acertarlo. Le explicó al chico cómo se escribe bien y fue a sentarse. El segundo miércoles, el barista volvió a preguntarle el nombre. Iu bromeó sobre el error de la semana anterior y deletreó claramente I, U antes de que lo escribiera mal otra vez. El tercer miércoles ya no debería hacer falta preguntar. Eran solo tres días, pero a la misma hora, con el mismo pedido y el mismo barista. Y, aun así, volvió a preguntarle mecánicamente «¿Cómo te llamas?». No es un drama, pero sí un síntoma.

Starbucks hizo historia con ese gesto aparentemente sencillo: escribir tu nombre a mano en el vaso. Quería ser una forma de personalizar la experiencia. Pero en muchos casos se ha convertido en un automatismo. De hecho, muchos trabajadores se han rebelado contra un gesto que, entre otras cosas, pone de manifiesto sus errores ortográficos… y su poca empatía. En 2025, el CEO de Starbucks ha ordenado comprar 200.000 rotuladores nuevos (me parecen pocos con tantos Starbucks que hay en el mundo), para que se vuelvan a escribir mensajes personalizados. El gesto está, pero el sentido ya no. Porque no hay personalización sin cultura. No hay empatía sin un propósito compartido.

En las escuelas también puede pasar

Todos los colegios afirman que ponen al alumno en el centro. Que atienden las necesidades de cada niño. Que escuchan a las familias. Pero eso no se puede hacer real con un protocolo, ni con un eslogan, ni con la buena disposición de unos pocos. Como mucho, puede empezar por ahí. Si es solo una estrategia no funcionará. Lo que lo hace real es una forma de hacer compartida.

– Si en la escuela hay tiempo y espacios para escucharse entre compañeros, lo habrá también para escuchar a las familias.
– Si las decisiones se toman sin prisas ni desconexión, será más fácil mirar al otro con atención.
– Si el lenguaje interno evita etiquetas (“familias difíciles”, “docentes problemáticos”, “alumnos pesados”), se está definiendo una cultura que facilita la empatía.

Una cultura empática no son palabras bonitas. Es un sistema de relaciones. Y, como cualquier cultura, se construye a partir de gestos pequeños pero constantes. De actitudes compartidas. De maneras de mirar. Y cuando es real, ya no hace falta forzar los gestos: salen solos, son coherentes, son verdad.

¿Y por dónde empezamos?

Cualquier cambio cultural requiere liderazgo. Y eso empieza, como siempre, por el ejemplo. Si no hay directivos que escuchen, que se pongan en el lugar del otro, que miren con apertura y traten con respeto a sus equipos, cualquier discurso sobre empatía se quedará en palabras vacías.

Pero no basta con dar ejemplo. Ni con decisiones tomadas desde arriba sobre cómo deben hacerse las cosas. Cuando los cambios se perciben como una imposición, la gente puede cumplir… pero difícilmente se implicará de verdad. Y sin implicación, no hay transformación cultural que supere lo estético.

Por eso, el camino debe ser otro. Primero hay que hacer entender la necesidad del cambio. Ponerle palabras. Abrir la mirada. Y después, invitar a todos a formar parte de ese proceso, a participar en la construcción del estilo relacional que queremos para la escuela.

Solo así se puede pasar del discurso a la acción. Y eso significa concretar: definir juntos qué comportamientos expresan esa empatía que queremos convertir en cultura. Y también cuáles no. No para vigilar, sino para tomar conciencia.

Una buena manera de iniciar este proceso es en una sesión compartida con todo el equipo docente. Una dinámica sencilla, pero valiosa, puede comenzar con una pregunta:

¿Qué comportamientos son, para nosotros, una expresión de empatía en el día a día?

Saldrán muchas ideas:
– “Escuchar hasta el final antes de responder.”
– “No hablar de un compañero cuando no está.”
– “Entender que detrás de una familia enfadada, a menudo, hay una familia preocupada.”
– “Acompañar a un docente nuevo al patio el primer día.”
– “No empezar una reunión sin saber si la otra persona está bien.”
– “Pedir perdón cuando nos hemos pasado.”

Estas ideas se pueden recoger, debatir, afinar… y acabar definiendo entre todos un pequeño decálogo de actitudes empáticas que identifiquen el talante de la escuela. Unas líneas claras, consensuadas, realistas, que sirvan de referente en el día a día y que puedan revisarse con el tiempo.

Eso no lo resuelve todo, claro. ¡Podría acabar siendo como comprar 200.000 rotuladores! Porque, al fin y al cabo, un texto escrito no es una cultura. Pero sí será un primer paso para convertir la empatía en un criterio compartido. Para que deje de depender únicamente de la buena voluntad individual y empiece a formar parte de la manera de hacer de todos.

La cultura de empatía se encuentra en las conversaciones que tenemos. Las decisiones que tomamos. El tono con el que las comunicamos. Las actitudes que se repiten y las que se corrigen. Y como decía Drucker:

La cultura se come a la estrategia para desayunar.