El viernes por la noche vi el documental de Netflix sobre Steve Jobs. Tengo que reconocer que no he leído y no voy a leer la biografía de Walter Isaacson. ¡750 páginas! «Tú, que eres tan de Mac…», me dicen. No, no lo leeré. Ahora bien, un documental de una hora es otra cosa.
En el documental, me llamó la atención un detalle del episodio tan conocido en que John Sculley –a quien Jobs había fichado, proviniente de la Pepsi para que fuera el CEO de Apple– consiguió convencer a la junta de accionistas que había que echar a Jobs. Le atribuía los malos resultados de la compañía. Lo que pasó después lo sabe todo el mundo: mientras las cifras de Apple siguieron bajando, Steve Jobs entró en la animación digital provocando la eclosión de PIXAR y construyó unos fantásticos ordenadores NEXT, que –dicho sea de paso– no tuvieron buenas ventas .
Cuando Apple recuperó a Steve Jobs, en cambio, se produjo el gran crecimiento de la marca. El primer producto de aquella nueva etapa fue el iMac, que –aparte de incorporar los avances de adaptación a Interent (de aquí, la ‘i’ inicial) – tuvo la grandísima singularidad de ser de plástico transparente y colores variados.
¿No es sorprendente que el éxito estrepitoso de la compañía tecnológica venga por una carcasa de plástico? Alguien dirá, con razón, que lo que había detrás de la carcasa es una estrategia. ¡Claro que sí! Lo que Steve Jobs buscaba es que se convierte en un objeto amado, que pudiera entrar en la sala de estar y en la habitación de los niños. «Son tan bonitos que vienen ganas de lamerlos», decía de forma muy expresiva. Lo importante no era ese detalle del producto, sino la marca. Posicionarse Apple, no como fabricantes de tecnología, sino como quien ofrece a los usuarios de esta tecnología experiencias placenteras. La carcasa llamativa era sólo una acción contundente para conseguirlo, seguramente la decisión más efectiva de la historia de Apple para convertirse en lo que K. Roberts llama una lovemark y mi amigo Marcelo Ghio, una oxitobrand.
John Sculley, el de las bebidas azucaradas, no era un visionario. Era un hombre de empresa, un gran gestor. Steve Jobs, en cambio, un genio perfeccionista enamorado de sus creaciones (aunque habría mucho que discutir sobre la propiedad de las ideas). ¿Por qué con Sculley Apple fue tan gris como los antiguos Macs y con Jobs tan brillante como el iMac? En la respuesta a esta pregunta hay mucho en juego. ¿Hace falta un plan de negocio? Sí. ¿Hace falta un estudio de mercado? Sí! ¿Hay que calcular el retorno de las inversiones? Sí. Eh, y te dejas bla bla bla bla. Sí, también hay que bla bla bla. Pero sin una estrategia muy simple alrededor de la marca y un equipo que se emocione, no puede haber resultados ganadores. Por otro lado, si nos proponemos una meta simple, será más fácil identificarla, compatir y evaluarla: menos es más. Aquí radica el éxito de Jobs y su «Think different».
Simplemente, una estrategia de branding simple
Hablemos ahora de las escuelas. ¿No podríamos tener también una estrategia simple que nos diferenciase de los otros centros y nos hicese tener el éxito de los iMacs? La experiencia nos dice que no es fácil. Las respuestas de muchas escuelas a las preguntas «¿Qué os hace diferentes? ¿Qué tenéis que los demás no tienen?» o son titubeantes o bien muy convencidas de una característica que realmente no les diferencia.
Entre los primeros hay quien se excusa diciendo que lo que hacemos todos los centros es muy parecido: educar. Sí lo es. ¿Y no es muy parecido también lo que hacen todos los ordenadores? En cada sector, la diferencia en lo que se hace es mínima: coches, gimnasios, zapaterías, dentistas… podrían también excusarse. Efectivamente, somos escuelas y educamos. No nos vale, pues, hablar sólo de QUÉ hacemos.
Los segundos piensan que se han posicionado y no es cierto. Porque se han limitado a decir cómo son –importante, claro– sin situarlo en un mapa competitivo. ¿Este rasgo que han destacado les diferencia realmente de los competidores? ¿Es relevante para los públicos? El posicionamiento de marca es una de las decisiones más estratégicas que puede tener una escuela.
En el planteamiento de muchas escuelas, observo dos errores habituales:
- Vender como propio un rasgo compartido por muchísimos otros centros. Por ejemplo, la personalización.
- No saber convertir este rasgo relevante en un mensaje plástico que resulte atractivo para los receptores.
Después abordaremos el primer punto. Para entender el segundo, basta de pensar qué habría pasado si, en lugar de poner carcasas de colores, Steve Jobs se hubiera limitado a prometer que ofrecían un producto que haría sentir experiencias diferentes a los usuarios. Si no «lo tocamos con los dedos», no nos valen las promesas.
¿Qué podemos hacer? Evidentemente no acudiremos a frases grandilocuentes como «Buscamos la excelencia académica y el crecimiento de cada alumno en un clima de optimismo y confianza». Son absolutamente vacías. Si no lo hacemos mejor que los demás y no podemos demostrarlo, nos las podemos ahorrar. La ventaja competitiva no se declara, se muestra. Debe entrar por los ojos. ¿Cuál podría ser, pues, nuestra carcasa de plástico?
Es verdad que nos ayudará a posicionarnos personalizar la marca, es decir, hacer que reconozcan la escuela como sería, si fuera una persona, és decir, dotarla de unos atributos que corresponden a nuestra cultura corporativa: sencillos, amables y firmes o excelentes, sofisticados y exclusivos, por ejemplo. Esto se consigue con la coherencia de todos los mensajes, de la identidad visual, del tono de voz, etc. con el carácter del centro.
Pero la personalización (de la marca, no hablo ahora de eduación) no lo es todo. Hace falta que aportemos valor. En el centro de nuestra estrategia debe haber el compromiso con el alumnado y las familias. Y, a la vez, es necesario que nos vean diferentes, si queremos resultar reconocibles e incuestionables. Se trata de llegar al punto de que la gente diga «Esta es la escuela que…» y en este ‘que’ haya un rasgo positivo, claro y distinto. Si lo que hacemos no nos distinguirá, sólo podrá hacerlo el CÓMO o el PORQUÉ.
Decía que todos hablamos de atención personalizada (ahora sí, al alumnado y sus familias). Es lógico, lo hacen también las empresas tecnológicas, las perfumerías, las tiendas de gafas y, si conviene, es capaz de hacerlo Ryanair. Todos decimos que personalizamos, pero hay que explicar cómo lo hacemos:
- ¿Dejando que elijan los alumnos grupos de aula y profesores?
- ¿Con consignas motivacionales dirigidas al profesorado?
- ¿Mediante encuestas de satisfacción?
- ¿Asignando una partida a un tiempo en el horario del profesorado para conversaciones individuales?
- ¿Formando el profesorado en coaching?
- ¿Con grupos superreducidos?
No es lo mismo. Nos conviene decir cómo lo hacemos y destacarlo de una forma excelente que nadie más emplea. Porque, siguiendo con este ejemplo, si nos creemos que esta idea es el centro de nuestra estrategia, pondremos tota la carne en la parrilla.
Pero aún no hemos llegado al fondo del problema: el CÓMO es solo instrumental. Nos dará una ventaja competitiva, hasta que nos copien (buena señal, que nos copien). No basta, pues, con la forma en que hacemos las cosas. Es necesario que seamos capaces de comunicar primeramente POR QUÉ lo hacemos, un porque excelente y singular y que sea valioso para las familias. El problema es que a menudo los colegios hablan sin empatía desde el propio punto de vista y no del de los receptores de sus mensajes: se centran en el servicio que ofrecen y no en la satisfacción de las necesiades de aquellos.
Simon Sinek, describiendo su círculo de oro, en Empieza con un porqué, explica que a todos nos resulta difícil expresar el por qué. Solemos hablar sólo de qué hacemos y cómo lo hacemos. En cambio, si pusiéramos por delante de todo el porqué, como –según Sinek– hacía Jobs, no sólo transmitiríamos mensajes que llegarían más fácilmente a la gente, sino que también seríamos capaces de modificar el cómo cuando cambiaran las circunstancias: una propuesta valiosa y firme sobre los motivos de la personalización educativa unida a una acción muy singular que la evidencie es invencible.
¿Quién nos dará la gran idea?
La estrategia simple, audaz y rompedora no os la puede encontrar un asesor. Ni toda la literatura sobre posicionamiento os llevaría nunca a vuestra carcasa de plástico transparente.Os corresponde a vosotros encontrarla. Un asesor os ayudará a poner orden en vuestras ideas, pero no esperéis una técnica secreta para llegar, y menos un proceso analítico infalible (también fabricaríais ordenadores grises toda la vida). Terminará surgiendo de vuestra creatividad, del conocimiento vasto que teníes sobre vuestra escuela, sus familias y el contexto competitivo. Con una visión holística, global, necesitaréis manejar el pensamiento lateral, la intuición.
La intuición no es un capricho de la genialidad, es un procedimiento de pensamiento que se basa en el conocimiento previo. Yo soy de letras y, por lo tanto, no podría tener ningún intuición en un laboratorio de Química. Mezclar los líquidos amarillos y azules, presuponiendo que pasaría algo interesante, sería una locura, no intuición. En cambio, sí que puedo tener una intuición sobre si un logotipo de un estilo determinado le corresponde o no a una escuela. Lo sé, aunque no sepa explicarlo.
¡Alerta! Que la estrategia deba ser simple no significa que no dé mucho trabajo. Para llegar a la solución simple hace falta mucho esfuerzo creativo, hay que hacerse muchas preguntas, contrastarlas con los demás, descartar muchas ideas después de experimentar con un prototipo, aprender de los errores y volver a emprender…
Por eso, personas hay pocas como Steve Jobs.
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