Los hechos se remontan a los años del Baby boom, un momento muy diferente del presente, con mucha demanda escolar. En una capital de comarca, una población eminentemente industrial, una escuela nueva comenzaba sus pasos y ofrecía un modelo educativo entonces innovador. La mayoría de los primeros alumnos –sin ni buscarlo ni casi haberse dado cuenta– lo constituyeron los hijos de los pequeños burgueses, los profesionales liberales y de altos funcionarios del mundo judicial y médico. En cierto modo era lógico que fueran los primeros en descubrir la aportación del nuevo proyecto educativo. Pero estamos hablando de una ciudad pequeña; una vez inscrita una buena parte de este pequeño segmento social, la escuela ya no creció más. ¿Por qué? Porque los obreros del sector textil no osaban compartir escuela para sus hijos con los patrones. Este centro, que nunca había pretendido ser elitista, vio como se le atribuía tal etiqueta, para siempre, debido a su público inicial.
Cuando hablamos de marca, no nos referimos sólo a sus identificadores (nombre, logo, colores, etc.), sino sobre todo a lo que representan, una identidad, es decir una manera específica de entender el servicio que ofrecen. Por ello, la marca incluye también una cultura compartida entre los miembros de la organización. Pero es posible que no hayamos pensado situar dentro de la marca, los consumidores. Sin embargo están, porque determinan -como cualquier otro de estos factores- las características de la marca. Y justamente porque están unos públicos, no hay otros.
Para ejemplificar que –por más que lo quisiéramos– no podríamos abarcar todos los públicos potenciales, suelo mostrar una fotografía de un grupo de motoristas anchotes, maduros y barbudos, con vaqueros y camisetas negras, enseñando orgullosos una Harley Davidson. En las camisetas he añadido con Photoshop unos grandes logos de Lacoste. Al ver la escena, la gente ríe, porque el contraste es evidente: los moteros no son de ninguna manera un público consumidor de Lacoste. Es más, si Lacoste intentara captarlo, es posible que, no sólo no lo conseguiría, sino que perdería además su público actual, que tiene un lifestyle muy contradictorio con los barbudos motoristas. Es, por tanto, evidente que tener un determinado perfil de público condiciona la marca.
Así pues, también en la ecuación del signo que es la marca de nuestra escuela tenemos que añadir, como uno más, este elemento: quién y cómo son nuestras familias. En el mundo escolar se tiende a pensar que por ser las escuelas abiertas a todos, debido a que nosotros no elegimos a nuestros clientes, ellos tampoco lo hacen 1. O sencillamente, no tenemos en cuenta, la existencia de esta elección. Cuanto más opciones de elección tengan, más específicos serán los públicos y más nos determinarán nuestra personalidad.
La marca son el logo, los colores… los alumnos
Hablaba hace poco con el director de una pequeña escuela de un barrio popular, con un alto grado de inmigración. Admiro las escuelas como ésta, que destacan por encima de las demás por su labor de inclusión e integración de la inmigración. El director del centro me contaba preocupado que una numerosa comunidad de una misma procedència había elegido su colegio, lo que se estaba convirtiendo en un impedimento para que se incorporaran las otras familias. «Si hubiera un índice de inmigración más elevado, pero fuera de todo tipo de países, sería más fácil gestionarlo. El problema es que los que tienen dificultades para integrarse en nuestras aulas son los nacidos aquí». En la identidad teórica de la marca de aquella escuela no figura atender específament una etnia determinada, pero es indudable la realidad venía condicionada por el hecho de que el público estuviera demográficamente tan siginificado.
He puesto este ejemplo extremo porque nos permite evidenciarlo más. Pero las familias son siempre un elemento de la marca de la escuela, aunque a menudo con características menos nítidas. Por ejemplo, una institución religiosa, con fundamentos cristianos en su ideario, puede tener dificultades para serlo, si las familias de la escuela no comulgan con el carácter del centro. O, por ejemplo, si una escuela, tras años de mantener unas fuertes rutinas individualistas y competitivas, pone en marcha un proyecto de renovación, a través de unas metas de solidaridad y compañerismo, pero, por inercias y una mala comunicación, el proyecto llega distorsionado a las familias, las cuales terminan oponiéndose, es evidente que no se saldrá. La marca no entiende de teorías; una marca es como la ven los demás, no como quiere ser.
Pero las familias son clientes
Decir que las familias son parte de la marca, no es admitir un lugar común en el mundo escolar que no acepta que niños, padres y madres sean clientes, o, al menos, usuarios del servicio que nosotros les ofrecemos. Considerar, por ejemplo, comunicación interna los comunicados y las cartas que se les envía es un error. El profesorado y el personal no docente son públicos radicalmente diferentes de las familias. El compromiso que adquiera con la escuela es de índole muy diferente.
Es cierto que el grado de implicación de las familias (y de participación mediante el AMPA) es más alto que en otros sectores. Es que no todas las marcas son iguales: hay marcas que se orientan a productos, a valores instrumentales, mientras que hay que afectan a los valores centrales, y por ello involucran. Por otra parte, algunas marcas tienen la capacidad de ser estimadas, y se gestionan para que se conviertan en lovemark. ¿Alguien podría pensar que una Harley es, para los moteros antes mencionados, sólo un medio de transporte? Es en esta clasificación de clientes (si pagan, es que lo son) o, cuando menos, de usuarios donde deberían entrar las familias de la escuela.
Encuestas de satisfacción y algo más
Hemos insistido mucho en la conveniencia, para nuestra reputación, de tener una relación personal con cada familia. Pero para conocer a las familias no basta con esta relación. Correríamos el riesgo de escuchar sólo la voz de los más críticos y la de los más afines, que son justamente los dos extremos de la campana de Gauss. Hacer encuestas puede convertirse en un buen camino para saber qué hacen y qué piensan la globalidad de las familias. Hoy es muy fácil y económico2.
Muy a menudo se les llama «encuestas de satisfacción». Se suele preguntar sobre el trato recibido en recepción, sobre la calidad de la comida, valoraciones sobre las diferentes materias escolares, sobre la cantidad de deberes… La satisfacción con el servicio es un índice interesante. Pero, además de la satisfacción, las encuestas nos pueden indicar algo mucho más importante: la identificación. Con preguntas adecuadas se puede saber el grado de implicación, de coicidencia con la filosofía educativa del centro, de conocimiento de sus principios. Preguntadlo y, si acabáis exclamando «Qué mal nos explicamos!» viendo el resultado, no os extrañéis. Suele pasar y es el primer paso para hacerlo mejor en el futuro.
Nos conviene saber cómo son nuestras familias. ¿Cómo son el padre y la madre?, ¿qué trabajo tienen?, ¿cuáles son sus convicciones?, ¿qué estatus económico tienen?, ¿qué intereses y qué aficiones?, ¿qué les gusta y qué les molesta?, ¿cómo es su día típico?, ¿qué hacen los fines de semana? Cualquier agencia publicitaria que quiera acertar los mensajes hará un estudio de segmentación del mercado antes de empezar campaña alguna. ¿A nosotros no nos conviene hacer lo mismo, para conocer cómo son los públicos que ya tenemos, es decir como es nuestra marca?
Necesitamos, pues, conocer mejor a nuestros clientes, para conocernos mejor nosotros mismos.
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- Aunque hay que recordar que, en el momento que manifestamos un carácter propio, ya estamos intencionalmente escogiendo unos públicos
- Empresas como Survey Monkey, Typeform o también los formularios de Google, nos ofrecen recursos –impensables hace no mucho tiempo– para conocerlo de forma eficiente y rápida
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